miércoles, mayo 31, 2006

Hay autores que sólo legitiman su creación y la de aquellos que han muerto, incapaces de ver en la creación del otro, la misma preocupación que los anima a ellos. De ellos, muchas veces, es el olvido.

viernes, mayo 26, 2006

Como estar en la Sub-21 Entrevista con Alfredo Lèal

Comentario al margen. Con esta entrevista a Alfredo Leal este blog cumple 200 post. Gracias.


Nombre: Alfredo "el bambino" Lèal
Edad: 21 años.
Posición: Narrador.
Equipos: La edad anaranjada, Ohio, Las redes áureas.
Campeonatos: Becario de la FLM en la generación 2005-2006.

Si la vida de escritor fuera como competir en un campeonato de fútbol, Alfredo Leal sería como esos novatos que se ganan el reconocimiento del entrenador y, al salir a la banca, el público lo observa sin saber bien a bien quién es. Si la vida de escritor fuera como la de un futbolista, Alfredo Leal emergería de las fuerzas básicas de un equipo después de aplicarse: escribir todos los días, concursar a premios y becas literarias, leer como desaforado a argentinos, franceses y mexicanos y sobre todo, tener un sueño: la obra maestra.
Con al menos dos libros inéditos terminados, Las redes áureas y el libro de cuentos Ohio, Alfredo se sienta delante de mí en una de las sillas forjadas que están en un amplio balcón de la Fundación. Lleva en las manos un manuscrito que deja sobre la mesa. Luego hurga en un cenicero con grava donde hay colillas y rastros de cenizas. Tenemos una semana desde que acordamos la charla y lo noto algo ansioso.
Tienes 21 años, tienes una beca importante como lo es ésta y tienes 21 años. Una edad en la que a muchos, simplemente, obtener este tipo de apoyo es un sueño. ¿Cómo lo manejas?
Sí, es como saber y tener la oportunidad y que las cosas no son como tú pensabas. No sé si el empezar temprano tenga que ver con becas o con una necesidad de uno. El tener esta beca es como ver el mundo de la literatura. Tengo la oportunidad de verlo desde antes, de formarme ya dentro de él, como un jugador a quien le dan el chance.
Y ya estas dentro, digamos. Pero eso lleva a otro problema. Ahora eres una joven promesa en un país donde todos son jóvenes promesas y tal parece que a veces, se necesita muy poco para que alguien se vuelva joven promesa, y muchos anhelan serlo secretamente. ¿Cómo manejas o manejarías cuando alguien te diga: Alfredo Leal, una joven promesa.
Entré a la escuela de la SOGEM un tiempo. Hice amistades mayores que yo. Esa gente fue la que más me chingó cuando me dieron esta beca. Me decían: no mames, pinche Alfredo, este era mi último año y tú me quitaste mi lugar. Entonces comprendí bien a bien la importancia de la beca de la Fundación. Sí es un peso tener la beca a esta edad. Lo que yo trato de hacer es aprender todo el tiempo, siempre de la gente que está en disposición de enseñar algo. Y lo que trato de hacer es olvidarme que se puede decir que soy una joven promesa. Aunque bueno, las verdaderas, se tienen que cumplir. Mientras no tengas presión todo se vuelve muy ligero.
Hablas de necesidades, de impulsos. ¿Cómo nació en ti este impulso, digamos, literario, del lenguaje, de contar una historia?(Y Alfredo sonríe, se acomoda en la silla, da una fumada lenta y contesta)
Lo recuerdo muy bien. Estaba en el Sanbors de Hospitales con mi familia, como todos los domingos y no sé porqué, me levanté y fui a la sección de libros del Sanbors y tomé uno, una antología de Sabines. Y leí el poema de: “Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que yo soy sin ti.” Y me quedé como que en un estado distinto, muy a gusto por las palabras. Entonces estaba enamorado de Mónica y le escribí. Fue como que el amor lo que me llevó a la literatura y ahora tengo amor a la literatura. Escribir una carta de amor a ella fue mi primer logro literario.
¿Qué es lo que te interesa, qué es lo que a la voz de Alfredo Leal le llama la atención al momento de narrar?
Intento contar por medio del discurso sencillo, el discurso no rebuscado, una situación difícil, plana, que no tenga trucos en el lenguaje. Es como encontrar mi narrador y una forma de construcción para cada narrador.
Y una vez que encuentras este tono, a este narrador, qué aspectos de lo humano es lo que te interesa. En qué tema dices, aquí me quedo, de esto quiero escribir. (Y Alfredo sonríe entonces y responde de forma contundente, casi se ruboriza un poco)
Del amor, del amor todo el tiempo. Gabriel García Márquez dice que en el fondo toda novela es una historia de amor. Cardenal también dice: “Todas las cosas se aman.” Al final de cuentas todos los conflictos cotidianos parten de ese olvidar: “ámense los unos a los otros.”
¿Cuál es, entonces, el mayor acto de amor que otorga Alfredo Leal como lector?
No hay mayor acto de amor que el pasar el libro, el recomendarlo.
¿Y el acto de amor como escritor?
Siempre dejar que mis personajes digan lo que quieran, incluso que blasfemen de Dios, que es para mí lo que más quiero.
¿Y el mayor acto de amor de Alfredo Leal como persona?
Escuchar a los demás, escuchar y entender, entendre como es la palabra en francés y que significa lo mismo: escuchar, entender. Esa es una cosa que admiro mucho de Rulfo. Rulfo sabía escuchar. Un libro como El llano en llamas no se entendería si él no hubiera sabido escuchar. Y eso se aplica para todas las voces.
Ya casi termina la beca. Ha sido un año arduo, a veces como un parteaguas, a veces aburrido, pero volvamos al principio. ¿Qué pensaste la primera vez que viste la convocatoria de la Fundación?
Estaba en los pasillos de la SOGEM y vi como Teodoro Villegas pegaba el cartel. En lo primero que me fijé, para qué te miento, fue en la lana y después ya sopesando bien todo lo demás, me pregunté: ¿Y porqué no intentarlo?
El rostro de Alfredo se pone serio. Hunde el cigarro en el cenicero y es como ver un naufragio porque la boquilla se hunde entre las piedrecillas, las remueven y finalmente sólo queda la parte final del cigarro: un mástil amarillento.
Ha sido también, para ti, un año lleno de equívocos en tu relación con varios de los becarios: un año de malentendidos, de charlas airadas, ¿cómo te cambia esto a tu visión original de lo que es al Fundación para las Letras Mexicanas, tu estancia en estos cubículos?
Aprendí tres cosas. Lo primero: cuando no tengas algo bueno que decir de alguien mejor no digas nada. Lo segundo: Estoy acostumbrado a tratar con mayores que yo, a vivir entre mayores. Desde los nueve años trabajo y siempre he sido como el lazarillo de los demás. Cuando yo tenga una edad como, digamos la tuya, y me encuentre gente de mi edad, haré lo posible por no madrearlo. Y lo tercero: hay que saber desmenuzar bien lo que te dicen.
En tu obra, en tu voz, esa geografía del amor que construyes en tus textos, siempre hay una evasión al tema cotidiano, a la urbe madre, digamos. ¿Hay un ejercicio de la evasión en tus textos?
Tal vez sí. Quizás esté ligado con que, incluso, me gusta mucho la literatura argentina, la francesa. Pienso mucho de estar en un lugar y pensar que estás en otro. Es como huir mediante otro microcosmos. Lo mismo que hace Sherezada al contar sus historias: deja atrás el dolor, la tristeza, la pena de muerte y se va a otro lugar. Sí hay eso en mis textos.
Ya para terminar, eres muy joven, estas en un punto del camino en el que muchos quisieran y muchos con más edad, con libros, con premios incluso. ¿Cómo te ves dentro de 15 años?
Me veo con al menos tres novelas y un libro terminado. Me veo clavado en lo que me gusta, como en al literatura francesa y en el francés que tanto quiero. Y a lo mejor me veo empezando ahora sí, mi obra de verdad.
Y si a los 35 años empezarías tu obra de verdad, ¿qué es entonces lo que escribes hoy?
Alfredo sonríe y se acomoda en la silla.
Ahorita estoy como en la Sub-20 y no por eso es malo o se demerita. La obra de verdad es cuando llegas al Mundial.

Terminamos la charla. Es la hora de la comida. Alfredo se va a su cubículo a terminar una cosas y mientras yo subo las escaleras pienso en qué tipo de selección de palabras, qué oncena titular formará Alfredo Leal para ganarle al anonimato, a la obra mediocre, ese aburrido empate cero a cero del que partimos todos los que escribimos. ¿Habrá cero a cero en su cancha en blanco, o gloriosos cuatro dos, cuatro tres o tres tres que levanten multitudes y hagan corear su nombre en las tribunas? Es el juego del hombre, como diría el gran cronista Ángel Fernández, éste, el de escribir.


Las redes áureas (fragmento)

Recuérdalo: Mariana lleva puesta una mini falda azul (sin saberlo, ella debía haber aceptado que nada sino el presente es verdadero. En el colectivo, las personas se mostraban renuentes a empezar una conversación, inclusive con las miradas. Quizá por el miedo. Quizá porque ignoraban lo que Mariana sabía, lo que su sonrisa regalaba a los peatones. Llevaba consigo una mochila y un bolso de mujer, muy antiguo, con las cartas para su abuela. ¿Cuántas eran? ¿Tendrían algún orden específico, considerando que podrían haber faltado algunas? Y pensar que ella te supo todo el tiempo. Ella sabía que la amabas en la forma más estúpida, en la forma más pura y egoísta del amor; la que sólo otorga, aun cuando el ser amado no lo agradezca; y esa vez que volteó a verte a través del parabrisas del colectivo, esa ocasión y tantas otras que habrían de disolverse como palabras talladas en la mente; jeroglíficos que se apagan conforme caminas por pasadizos de la memoria, entre memorias mismas. Entonces, ¿quién era en realidad Bernardo Calderón? ¿Quién eras tú, Bernardo Calderón?, ¿cuál de todas esas memorias que te perseguían, capaces de detenerte a mitad de la cancha a pensar en una niña que veías en el colectivo de la escuela a tu casa y que estaba ahora sentada a tu lado en el colectivo que bajaba por la avenida Córdoba, esas memorias de imágenes sin forma, reales sólo por las palabras que las contienen, que las mienten, cuál de tus memorias, las de Bernardo Calderón, realmente le pertenecían a Bernardo Calderón? No nos pertenecemos a nosotros mismos, pensabas, y esa vez que ella se despidió de ti desde atrás del parabrisas, no se despidió de ti desde atrás del parabrisas, sino de otro. Otro que no existe más. Otro que tampoco está en otra parte, ni es otra persona, ni habita en la memoria de nadie, ni siquiera en la del propio Bernardo Calderón; otro que ni siquiera es ese de quien Mariana se despidió a través del parabrisas. Otro que no es, y, sin embargo, ese otro era todo lo que tenías de prueba para mostrar que existías. Entonces, ¿quién eres, Bernardo Calderón? ¿Quién de esos otros, ya disueltos en la nada, es ese Bernardo Calderón que el propio Bernardo Calderón desconoce?); su piel es blanca, como papel.

La tarde pinta gris, dijo.
Volteaste hacia la ventanilla, luego hacia Mariana que buscaba, sacaba de su mochila unos lentes oscuros, grandes como los ojos de una mosca. Los abrió y deslizó los dedos hasta el extremo de las patas mientras los acercaba a su rostro, introduciendo éste en la fragilidad de los lentes, cerrando y abriendo los ojos y volteando a la ventanilla, repitiendo, la tarde pinta gris. ¿Para qué te pusiste los lentes, entonces, si ni siquiera hay sol (es cierto, el sol no era sol, por algún motivo no brillaba lo suficiente)? Para poder ver a la gente sin que ellos sepan que los estoy viendo, reía, hermosa, moviendo la cabeza de lado a lado y tú reías con ella. Era una niña. ¿Trajiste la libreta donde está la dirección de tu abuela, verdad? Sí, aquí está. 213 de la Calle Azcuéñaga. Te encantaba ese acento suyo. Era como cuando ibas a la cineteca sólo para ver a Virginie Ledoyen empujar la boca hacia delante al hablar, oprimiendo los labios a pesar de que el sonido salía de la garganta, entre la nariz y el paladar. El acento de Mariana te deleitaba no sólo porque ser diferente (incluso para los argentinos mismos) sino porque era de Mariana.
¿Le vas a decir a tu amigo Gabriel que nos acompañe? No sé si tenga tiempo, contestaste, todo depende del entrenador y si es que quiere que nos quedemos a la reunión de estrategia hoy en la noche. ¿Y cuándo vas a dejar que te anote un gol?, dijo Mariana. Hasta con los ojos vendados me podrías meter un gol, ya te dije…

jueves, mayo 25, 2006

Variaciones sobre un mismo Santoy

Hace días las madres de Diego Santoy Riveroll y Ericka Peña Coss sostuvieron un altercado en una avenida regiomontana.
Hace meses un grupo de regiomontanas, muchachas de entre 13 y 16 años, clamaron a la sociedad que liberaran a Diego Santoy porque es muy guapo.
Hay periódicos que muestran al hermano de Santoy con una mirada de cordero llevado al matadero.
Ni la misma Adela Micha pudo contra el férreo silencio del inculpado y aparente asesino de los hermanos de Erika.
Del padre de los niños, nada se sabe.
De la madre de los niños, aún recuerdo verla dando horóscopos.
Lo que el río dice es que: es mentira que Santoy fuera amante de Teresa Coss, que todo es algo armado por la ampliamente reconocida y tres veces baleada abogada Raquenel, que sí era una relación enfermiza la de los muchachos y que, ese muchacho va a salir libre. Va a salir libre porque más allá de que sea inocente o no, va a salir libre.
Las cárceles no están hechos para "culpables" con dinero.
Pero hoy se pelearon las madres del asesino confeso y de la chica Peña Coss.
Nadie piensa ya en la sangre que pide justicia. Nadie piensa ya en ese momento de horror en el cual los niños vieron la muerte. ¿Quién piensa en la asfixia que tuvieron, en ese dolor lacerante que les invadió el cuerpo? Ya nadie quiere ver ni imaginar qué pensaron los niños al momento de sentirse perseguidos, de ser muertos. ¿Qué separa su muerte de aquel hombre al que asesinan en una silla eléctrica? ¿Qué separa la muerte de esos niños de al menos un judío asesinado en las cámaras de gas hitlerianas? ¿Qué separa la muerte de ese niños de aquel al que ultiman en una calle neoyorquina o de las mujeres que desaparecen en Neza y ciudad Juárez?
¿Quién se acuerdo de esos gritos infantiles en la noche?
Nadie. Enloden más el caso, denle vueltas al caso, llenen de más papeles el caso. Si un padre sabe que su hijo o hija asesina a otros ¿merece el amor del padre estar por encima de la ley natural?
Pero ayer las madres de este Romeo y Julieta modernos se encontraron en una calle y como fiel tragedia se agarraron a golpes e, incluso, se lanzaron una botella de agua.
Qué bonito espectáculo da la tragedia y muerte modernas.
Qué lejos del arte de Shakespeare y Sófocles estamos.

martes, mayo 23, 2006

Irak como una palmera

Jabbar Yassin Hussin es un escritor iraquí expulsado de su país durante el régimen de Sadam Hussein. Jabbar Yassin Hussin es un escritor iraquí que tiene un cuento sobre un bibliotecario en la ciudad de Bagdad, cuyo nombre es: Jorge Luis Borges. Jabbar Yassin Hussin escribo tres veces su nombre para después, sólo mencionarlo como Jabbar, el escritor iraquí de barba blanca y aleonada, de mirada firme y cabellos crespos donde asoman canas que una tarde después de 27 años regresó a Bagdad sólo para ver su ciudad destruida.
Son casi las cinco de la tarde en al FLM cuando Jabbar, de mano de Laia Jufresa y María Lebedev, entra al salón del espejo de la Fundación. Viste un saco azúl marino que le queda un poco grande y anda un poco encorvado. Se sienta en medio de sus dos presentadoras y con un español tartamudeante introduce el buenas tardes. "La vida es la narración", nos dice en un francés que María se encarga de traducir, "hay muchas otras artes pero sólo con la narración podemos entender la vida". Nos cuenta entonces, haciendo pausas para la traducción, de su vida en Francia a donde se exilió cuando tenía 21 años, huyendo de la policía de Saddam. No cree en literatura regionales y al mismo tiempo dice que hay muchos libros de historia pero pocos que enseñen la vida.
Los franceses tiene una enfermedad, aduce, son egiptólogos, pero sólo un libro de Naguib Mafouz puede transmitir lo que es Egipto. Nos habla de que en tiempos de la Bagdad dorada, esa que canta Omar Yaiman en su Rubayiat o Sherezada en Las Mil y Una noches, existían tan sólo en el mundo árabe más de una decena de miles de títulos y los estudiosos se dieron a la tarea de, al menos, guardar los nombres de los libros. Terminaron con una casi enciclopedia. Y todos esos libros, nos dice, tenían datos, cifras, un vasto conocimiento del mundo árabe pero sólo uno de ellos nos importa porque nos dice y demuestra la vida de ese entonces.
Jabbar entonces junta las manos, se acomoda en la silla de respaldo naranja y dice: "Ese libro es las Mil y una Noches y Sherezada es como esa mujer que en la primer noche de la historia hace olvidar al hombre de sus penurias, sus tristezas y afanes y lo encanta con la vida, con la narración." La narración es la vida entonces. Y nos cuenta de la forma como se ha enamorado también, de la vida que aparece en la literatura latinoamericana.
Para los latinoamericanos el tiempo es distinto: es vertical y horizontal. Sólo cuando leí La ciudad y los perros de Vargas Llosa comprendí la furia de los peruanos. Sólo cuando leí "Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento" y termina la cita en un francés que le da una cadencia distinta, comprendí, al encontrar ese suceso a la mitad de la novela, que estaba leyendo un pasado.
Jabbar termina su charla hablando sobre la nación y sobre la vida. Se le ve contento, satisfecho. Las preguntas no se hacen esperar. Hernán le pregunta por cómo ha abrevabado con sus dos historias: la iraquí y la francesa. Jabbar le contesta que ambas son la vida. Camila le pregunta que si el jardín que tiene en Francia es como su visión del exilio. Jabbar se arrellana en la silla y luego se inclina ligeramente hacia adelante. El jardín, en realidad, es una visión de mi madre. Ella tenía un jardín y cuando me fui, nunca más volví a verla. Siempre la pensé joven y el jardín eso es, además como el exilio. Como los hongos, por todas partes y sin raíces, eso es el exilio.
Le pregunto entonces que, si él ama los jardínes, con qué planta, desde su lejano exilio, asociaría a su nación, a esa Irak que todos vemos condenada, fragmentada, con un ramillete de explosiones por todas sus orillas. Jabbar sólo sonríe y dice: Es como una palmera.
Nos quedamos sorprendidos y Jabbar agrega: Las palmeras se dan sólo mediante una unción artificial. Es necesario que alguien las junte. Y sus raíces son fuertes y debajo de ellas nacen otras pequeñas que se cobijan bajo su sombra. Y las hojas de la palmera nacen hacia el sol, crecen hacia el sol y son como una corona. Y entonces, Jabbar dice: me permito contarles una historia personal. Cuando me fui de mi país dejé de ver palmeras. Una día fui a una ciudad de España donde había palmeras. Al bajar del autobús, después de diez años, vi a un lado del camino, sola, una palmera. Solté mis maletas y corrí a abrazarla. Le dije: has estado tan sola todo este tiempo como yo.
Y pienso entonces, no en la palmera que Jabbar abraza sino en los árboles que todos somos a un lado del camino. Pienso entonces en las imágenes que en la tarde nos pasaron de ese mismo hombre que nos cuenta de sus árboles. Jabbar llora al ver la destrucción en su ciudad (esa misma que los ejércitos mongoles conquistaron y cuyos soldados saquearon su biblioteca para formar puentes sobre el Eúfrates y cómo el río se entintó). Y me quedó con esa imagen final del video, de cómo Jabbar se pelea con un soldado americano que se mofa de sus palabras en un inglés famélico: "Este es mi país, es mi Irak y tú nunca lo entenderás", le dice. Este es mi país le grita, y nunca lo entenderás.
Pienso entonces, ahora que escribo esta pequeña crónica, en la palmera de al vida de Jabbar, su palmera solitaria a un lado del camino. Si un hombre tuviera su palmera en el sitio que quiere y nadie se interpusiera, también, este sería un mundo mejor, un mundo también, donde la narración más que ser la vida, sería también la felicidad.

viernes, mayo 19, 2006

La felicidad es también, a veces, como esa manzana almibarada que atrae a las moscas.

jueves, mayo 18, 2006

¡Que nadie me diga que no puedo jugar al XBOX 360!

Los poetas salen a comer juntos/Entrevista con Eduardo Saravia

Usa chamarras de cuero que engruesan su figura por naturaleza delgada. El pelo siempre bien peinado y hacia atrás, la mirada templada y un tono de voz sin altibajos junto con cierto andar pausado, le proporcionan al poeta Eduardo Saravia una tranquilidad que invade todo a su alrededor. No hay en él las grandes explosiones de risa ni los arranques de retórica pero sí una ecuanimidad que sosiega al más desesperado. Y sin embargo, él mismo se considera un hombre no relajado, nervioso, alterado, volcánico aunque nadie le cree por la forma como se desenvuelve en los cubículos, pasillos y salas comunes de la Fundación.
Oriundo del Distrito Federal, nacido en 1977 la poesía llegó a Saravia como una necesidad de decir algo, como responde ante mi pregunta del origen de su poesía.
Hay mucha gente que escribe en este país, le digo. Muchos. Y muchos quienes les dicen que no escriban, que no pierdan el tiempo. ¿Cómo aceptas tú esta, por llamarlo de alguna forma, vocación literaria?
Empecé a los 19 años escribiendo cuento. A pesar de que en mi casa nadie leía yo empecé a leer a los griegos: Sófocles, Homero, Platón. En ese sentido me siento muy próximo a Francisco Hernández, a quien su padre le decía que no escribiera. A mí me sucedió algo semejante. Empecé a escribir a escondidas. Yo tenía ganas de decir algo, pero no sabía como. Es ahí en donde entra la lectura, la lectura te despierta. Y luego, conforme escribía, cada vez iba compactando más y más mis textos. Escribía en verso aunque no sabía de la poesía.
¿Y ahora, ya te aceptas como escritor? Porque de pronto se encuentra gente que se acepta demasiado como escritor o muchos que no lo hacen. ¿Tú eres escritor, poeta?
Eso es algo que tal vez nunca haga. Siempre he pensando que no soy escritor y en lo más íntimo siempre lo he sabido. Luego, hace días, leí a Gelman. Él lo dice de mejor manera.
¿Y qué dice Gelman?
Dice "el poeta no es escritor, si lo fuera no escribiría". El poeta no se somete a la disciplina de un narrador; espera ese momento de sensibilidad que hacer emanar el aliento poético. El hecho de llamarse poeta es un peso más grave porque lleva una gran responsabilidad. Yo aposté para escribir a través mi experiencia. Aún no me siento poeta. Cuando vea publicado un libro mío entonces ya será un hecho irreversible. No soy poeta y si lo fuera tampoco lo puedo gritar a los cuatro vientos, eso también es una cuestión de soberbia. Yo mejor dejo que juzguen los demás. Yo respondo con mi obra, como diría Neruda.
Eduardo Saravia le da un trago a su bebida. Pierde por un instante la mirada en la barra donde un hombre prepara un café y el olor de los granos llega caliente hasta nosotros. Desde afuera una luz clara entra al local junto con el frío. Saravia enciende un cigarro y ante mi pregunta de qué pensó cuando vio por primera vez la convocatoria de la Fundación para las Letras Mexicanas, me dice:
Cuando la vi pensé que no era para mí. Nunca pensé que me la fueran a dar. Yo era sólo alguien a quien se le ocurrían cosas. Entré con mucho escepticismo… para mí era algo increíble, sabía que se me estaba abriendo una oportunidad muy grande. Significa para mí mucho. Porque además he crecido como persona. Yo no tenía idea del medio literario. Me topé con muchas paredes.
¿Y cuáles fueron estas paredes?
Pensaba que el poeta es una persona que se encerraba y no convivía con nadie y cuando llego aquí veo que no, que los poetas salen a comer en grupo. Aprendí a relajarme, yo me estresaba mucho. Para mí fue una sorpresa que alguien dentro del medio dijera que mis textos le gustaban. Tuve que aceptar que mis textos en algún momento pueden alcanzar el grado de poemas.
¿La Fundación para las Letras Mexicanas qué significa para ti? ¿Qué significa ser becario de esta institución?
Para mí fue un problema terrible. Cuando me dijeron que tenía la beca en poesía, era como si me abrieran una puerta que yo no esperaba. Yo tenía 27 años y pensaba que mi vida había acabado. Además, me acababa de separar de mi esposa. Fue como cerrar un zaguán y tener enfrente mil puertas.

El poeta a su amada

Mañana
Cuando de nuevo encuentres el amor
Yo estaré muerto

Hoy es mañana.

Hay en tu poesía una gran desesperanza. ¿De donde parte?
Está basada en la experiencia. Creo firmemente en que lo que se escriba debe de partir del sentimiento, algo honesto, legítimo. Para mí la desesperanza es como una marca, un sello y viene de mucho tiempo atrás.
¿Y está desesperanza es cíclica, es arraigada en tu obra?
Es como una nostalgia del presente. En ese poema de El poeta a su amada, lo que muere es el amor del poeta. Y cuando algo muere, siempre renace. Pienso ahorita en estos versos de Amado Nervo: “Dices que tu alma está marchita/ que ya no puedes amar oh frágil margarita/ el amor es un Lázaro perenne/ cuando apenas muerto renace”. Para mí la desesperanza es incluso una educación. Fui educado a partir de ella.
En tus poemas hablas mucho de tu padre. Tu padre, el amor perdido, la desesperanza se filtran en tus letras.
Son temas que nunca voy a dejar. Mis vivencias han abierto un campo porque me han dado palabras, un decir que yo ignoraba. No soy poeta precoz. Sí escribía pero no con la forma ni las pretensiones literarias.
¿Tiene algo que ve este padre simbólico de tu poesía, en algo con este padre simbólico al que le escribe Kafka en su Carta al padre?
Sí, definitivamente. Hace poco el maestro Hugo Hiriart nos pidió un texto sobre un conflicto entre padre e hijo. Y basé este texto, como siempre lo hago en mis textos, desde dos puntos: una forma, como Carta al padre, y una legitimidad, la del sentimiento. El personaje habla y habla y su padre nunca le contesta. Al final sabemos que el padre está muerto y ya van por él los de la funeraria.
Hay, para terminar, otro poema donde dices: “Amanecemos locos/ con la mirada dolorosa/ de quien es arrancado de los sueños/ amanecemos locos, /amanecemos ciegos/”. Este pequeño fragmento dice muchas cosas pero la podemos resumir, de nuevo, en la desesperanza.
Es un poema con cierto estilo de Borges. Amanecemos locos, amanecemos muertos: despertar a la realidad es impactante: sobre todo al abrir los ojos: un grito de desesperación.

Eduardo Saravia lo dice con toda la tranquilidad del mundo. Vemos la hora. Ya me tengo que ir a tutoría, dice, la vez pasada no llegué. Paga el café. Salimos de nuevo a la mañana soleada aunque un tanto brumosa y fría. ¿Es Eduardo Saravia un poeta desesperado, un hombre desesperado?, me pregunto cuando enfilamos hacia las paredes beige de la fundación; mientras su chamarra de cuero se infla un poco cuando damos la vuelta y una racha de aire nos pega de frente. Es imposible saberlo, pienso, aunque siempre es bueno dejar muchas preguntas en el aire. Dan ya las once de la mañana y creo que esperaré a preguntarle a la hora de la comida, cuando los poetas se junten a comer. Y tal vez entre las peticiones de órdenes y refrescos, amanezca ante la realidad un Eduardo Saravia desesperado, loco tal vez, un Eduardo Saravia que no le hable al vestido triste en el armario ni ve el fantasma de su padre deambular en la noche, entre los muebles de su casa. Pero sólo son ideas, vagas en general y cuando llegamos a la Fundación Eduardo simplemente sube las escaleras rumbo a su tutoría y, lo mismo que un fantasma, se pierde.


El vestido

Un vestido triste
yace azul en el armario.
Lo encontré en un cajón,
entre varias prendas viejas.
Ahora está colgado con mi ropa.

A veces, cuando llega la noche,
me parece que su interior
es ocupado por un cuerpo,
sin embargo está vacío, desnudo,
sin mujer para abrigarlo.

No puedo imaginarme sin su compañía.
Cuando la fiebre del pasado acecha,
cuando me da por arrancarme el rostro,
le hablo como al mejor de mis amigos:
le platico mis fracasos,
le confieso mis errores,
le agradezco su silencio.

Mi padre

Como de costumbre
se levanta
alrededor de las doce.

Pesadamente camina
hasta el comedor
y se escucha
el correr de la silla,
el golpe en la mesa.

Recorre la casa silencioso
para asegurarse de que todo está bien,
de que la noche es perfecta.

A veces me pregunto:
¿no seré yo quien se levanta
en la penumbra?,
¿no será mi hermano
que inconscientemente
imita sus mañas y gestos y palabras?,
¿no será la fiebre,
o la nostalgia?

Nada nunca evitará
los lentos recorridos
de mi padre.

El no sabe que nosotros
ya no podemos verlo.
El ignora que su trabajo
es el de estar muerto.

Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas

Somos 25. Somos 25 repartidos en una casa de la colonia Juárez. Narradores, poetas, ensayistas y dramaturgos, pertenecen y pertenezco, a la tercera generación de la FLM. Después de un scouteo de entre más de 900 participantes salieron estos 25. Sus edades oscilan entre los 20 y los 30 años. Alfredo Leal y Cristhian Peña son los más jóvenes. Gerardo Piña, Pablo Molinet, Camila Krauss y Humberto Macedo tienen ya los 30.
Son seis del norte del país: Mijail Lamas de Sinaloa, Claudia Berrueto, Vicente Rodriguez, Luis Jorge Boone de Coahuila, Alfredo Hinojosa de Tijuana, Gabriela Aguirre de Ciudad Juárez, aunque queretana de nacimiento y yo, de Nuevo León.
Hay becarios de Veracruz como Laia Jufresa.
De Oaxaca como Francisco Reyes.
Muchos nombres puedo decir.
¿Quiénes son esos desconocidos y al mismo tiempo, criticados por fuera, esos 25 becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas? Con tan sólo cuatro meses para el fin de esta generación este es un intento, mediante entrevista o charla, de mostrar cómo piensan, cuál es la ideología y obra de estos 25 becarios con el fin de mostrar un camino, una pequeña presentación hacia el interior de esta Fundación.
Las entrevistas irán apareciendo semanalmente. Sea esto sólo una forma de señalar, de reconocer en el otro al creador, y de reconocerse al mismo tiempo, al leer, como creadores. El primero de la lista: Eduardo Saravia, poeta.

XXXIII

Dejé esa oficina
sus llaves
el escritorio
la computadora
que nunca fue mía.
Dejé sus pasillos
ese aire invernal
sobre el teclado
las risas
perdidas
los saludos
vanos.

Hoy me recuerdan
a veces, me dicen
entre una hora u otra
mientras van al café
o a la copiadora.
¿Qué se habrá hecho?
preguntan
¿Quién sabe?
se responden

Ya estoy muerto ante ellos
es la burocracia
lo que me les olvidó.

lunes, mayo 15, 2006

Zapatos

Veo los zapatos de mi madre. Los bordes están sucios. Cuando se los quita descubro cómo el talón ha ido desbastando el apoyo, cómo desaparecen los trozos de piel y cuero para dejar expuestas las costuras. Me imagino por dónde han andado esos zapatos, en que calles y banquetas se fueron perdiendo hasta dejarlos como están. Anoto en la memoria las esquinas, el sol y polvo sobre ellos, la lluvia embebida en las tapas, los hilos blancos y pienso cuánto de mi madre no conozco, cuántas calles han sido imposible no caminar con ellas al ver mis zapatos nuevos, relucientes a mis pies. Y mi madre no dice nada. Sólo se limita a esconderlos un poco bajo el largo vuelo de su falda mientras un golpeteo de pisadas nuevas alumbran ante mi toda una vida de mi madre, una vasta geografía de calles que no conoceré.

lunes, mayo 08, 2006

Mendigar

No olvidar al hombre de traje negro, corbata luminosa al frente a quien al preguntarle si quería redondear unos centavos para un programa de ayuda dijo un tajante y soberbio no. Y luego, cuando le devolvieron el camio, la feria, dijo: me faltan mis diez centavos. No olvidar que por mendigar diez centavos siempre se pierde mucho mas.

viernes, mayo 05, 2006

Mafias literarias

¿Acabaran un día las mafias literarias? No lo creo. Siempre se están gestando en los jóvenes cuando los adultos ya las dejan a la salida.

miércoles, mayo 03, 2006

Huesos

Estoy en la mesa
en la calle
terminando de comer.
Pasa un hombre
delgado
chamarra rota
cara sucia
goterones negros
resbalan
en su pecho descubierto.
¿Me das los huesos?
me pregunta y apunta
nervioso
hambriento
la chara con los
escuálidos restos.
Pero son huesos, le digo.
No importa.
Y extiende la mano
abre con sus dedos
la miseria en la calle
y se marcha, satisfecho
completo,
con mis huesos
en las manos
mi optimismo en
la quijada de su hambre.